martes, 17 de abril de 2012

147 días en Kenia: Cosas que no he contado

Estaba trabajando y saltó el apartado de mensajes de Facebook. Era Asha que me anunciaba la marcha de Virginia. Nos hemos puesto a charlar, a contar nuestras nimios y pequeños cansancios respectivos y a buscar nuevos planes…. Esto último me ha dado gusanillo de más, así que se me han quitado las ganas de seguir trabajando. En esta ocasión estoy haciendo una guía turística sobre las localizaciones en Cardiff de una serie televisiva indescriptible. Se llama Torchwood y su primer capítulo se titula ‘Everything Change’.

No viene al tema, pero el título sí: Everything Change. Y es que para nosotros todo está cambiando. Por esa razón será que cada vez me cuesta más escribir. Es como que llega el final…, y  ya sabes qué pasa con los the end: estás deseando encontrarte con él, pero a la vez no quieres que llegue ese momento.

En fin. Durante estos casi cinco meses en Kenia hemos vivido muchas cosas que no he contado. Unas insignificantes, otras significantes. Son anécdotas que quise guardar, que no pude narrar, que no venían a cuento o que se pasaron en el tiempo. También son emociones de completa sorpresa, de indignación, de desilusión, de esperanza, de alegría, soledad, resignación, generosidad, solidaridad y compresión. Pero sobre todo son experiencias que, creo, han hecho de Julio y de mí otras personas. Se tratan de vivencias, unas contadas y otras no.

Recuerdo una de ellas protagonizada por Judith. Judith me hizo una lista para prepararnos una comida verdaderamente keniata. Fuimos al supermercado y al día siguiente, un viernes, comimos todos juntos en casa: O, Francis, I, N, Nasib, Julio y yo. Judith no paró de hablar de las tribus, de sus guerras, de los malos que eran unos y los buenos que eran otros y de sus costumbres. El menú consistió en Matoke, una especie de banana verde que se cocina, y Pilau, arroz con carne.  

Laura con Judith, J, O y Nasib
La relación con Judith es especial. Todos hemos confiado en ella y cada uno le procesamos cariño a nuestra manera. Tanto es así, que los chicos de casa y A han conseguido que tenga un contrato indefinido como limpiadora en la nueva oficina. Entiendo que no parece mucho, pero para ella, que se quedaría sin trabajo cuando nos fuésemos, creo que sí lo es. Judith, a pesar de su timidez, me ofrece mucho cariño y el día de los enamorados me regaló una flor de plástico, con un osito y un mensaje. Ciertamente, la flor me espanta, pero el mensaje y el esfuerzo me gustan.

Nunca ha dado pie a la desconfianza, pero a pesar de ello, por causa de un extraño robo en casa, su puesto estuvo en peligro. Sabíamos con seguridad que ella no había sido, así que Julio con sabiduría y medida pausa supo descartarla de cualquier sospecha. La pena es que nunca sentiremos plena confianza en ella, no porque sea Judith, sino porque aquí el keniata tiene un papel predefinido y el blanco también.

Nasib. El compañero de risas del día a día de Julio. Es masai, conductor y lleva y trae a Julio de un lado para otro, acompañándole allí donde vaya por trabajo. La relación es de charlas, de lecciones en español, de complicidad y de risas, porque se lo pasan muy bien juntos. Nasib viene de vez en cuando a comer a casa. Le invitamos intencionadamente porque prácticamente no comen o se alimentan a base de Ugali, una masa de harina sin sabor que detesto. Un día se puso enfermo del estómago. Hacia como tres semanas que no venía a comer a casa, pero el médico le dijo que seguramente su padecimiento era la comida extraña que yo preparaba. Así y todo, volvió a casa a la hora del almuerzo. Desgraciadamente,  ese día hice un rollo de carne de cerdo. Le encantó hasta que preguntó de qué carne estaba hecho y al enterarse de que era cerdo se negó a comer porque son animales muy sucios. Le pregunté si era musulmán, pero lo negó. A los días, nos enteramos de que era musulmán.

Mombasa: Diani y Tiwi. Playas paradisiacas y casi vírgenes, donde la armonía espiritual se jode por los constantes beachboys, jóvenes que nos persiguen allí donde vayamos para vendernos todo lo posible. A Mombasa fuimos con amigos y solos. Dimos a comer a monos y perros que llegaban a nuestra mesa justo a la hora de comer, y teníamos cocineros que nos preparaban pescado y marisco fresco, traídos por ellos.

En Mombasa, la segunda ciudad más grande de Kenia, residimos en casas cabañas de ensueño; nos fuimos a un arrecife de corales en donde descubrimos una paleta de colores de peces que hasta ahora no había visto en vivo; navegamos en  viejos veleros en los que nos cantaron canciones del país; avistamos delfines; me pinché con erizos de la costa; conocimos la vida de la playa, totalmente diferente a la de Nairobi; experimentamos la incapacidad de las compañías aéreas, que te eliminan los vuelos como si nada y te meten en otros de la misma manera; traspasamos el mar por el ferri con una especie de excitación y temor al estar completamente rodeados de negros en la noche; sufrimos nuevamente el escalofrío de los adelantamientos; subimos en tuk-tuks (taxi motos) para ir de compras al supermercado; disfrutamos de masajes y del agua de los cocos cortados por los beachboys, y a Mombasa fuimos en el Lunatic tren.




Un viaje en el Lunatic train es una experiencia que te aconseja todo el mundo. No es fácil realizarlo porque el tren está continuamente jodiéndose, atascándose o quién sabe qué más. Y es que sólo hay un raíl desde Nairobi a Mombasa, así que si un tren descarrila en su trayecto eso ya frena la marcha del resto durante un par de semanas.


Lunatic Train
Nosotros conseguimos coger el Lunatic train. Se trata de un largo tren, cuya hilera de vagones no termina, descuidado, prácticamente abandonado y atascado en otra época. Te recomiendan que viajes en primera porque en otra clase no hay garantías de lo que te pueda pasar. Así que con ganas de aventuras, pero no tantas, decidimos ir en primera. Lo único de lujo que hay en el compartimento es que te ponen sábanas a la hora de dormir y que te dan de comer, todos apretujados en las mesas, un menú de tres platos en la cena y en el desayuno. El trayecto entre Mombasa y Nairobi se realiza en una hora en avión, seis en coche y con el tren, en trece horas, si tienes suerte, porque con el Lunatic nunca sabes si llegarás a tu destino.

El caso es que merece la pena el viaje porque por la rendija de la ventanilla vas descubriendo el paisaje de Kenia desde su centro hasta su sur. Pueblos dispersos de chozas, con sus vacas y cabras alrededor; inmensos campos cultivados, en los que aparecen figuras de hombres y mujeres agachadas, grandes mezquitas rodeadas de cabañas de paja y barro; mujeres cubiertas de arriba abajo, mujeres vestidas con faldas de kikois; niños, muchos niños, corriendo descalzos siempre tras el tren, con gesto de hambre, de saludos y de dame algo; un paisaje inverosímil en sus dos extremos: la belleza de una naturaleza a la que no le llega la mano del hombre- por el momento- y la horrorosa imagen de la más infame pobreza representada en dos fotografías: el paso de Kibera en la noche, que nos dejó sin respiración, y el espantoso vertedero barrio de la entrada de Mombasa por la mañana, que hubiese sido mejor no tener ni vista ni olfato para presenciar la escena de ver a gente viviendo y rebuscando no sé qué en una montaña gigante de mierda. Dos recuerdos que, por mucho que quiera la mala memoria, ni Julio ni yo, olvidaremos.



Kibera. De Kibera he hablado mucho, pero es que sin este lugar mi vida en Kenia se hubiese quedado coja. Kibera ha sido de las experiencias más gratificantes de mi vida y sólo por ello siempre estaré eternamente agradecida a O y Marlene. A la primera por introducirme en la vida de aquí, y a la segunda por darme la bienvenida a Kibera.

Este sábado volví. Cada vez soy menos útil porque Marlene tiene una nueva cooperante que ha llegado de México, Valeria, que se mueve como pez en el agua. Aún así, voy por añoranza, por pasar un tiempo con los niños y por vencer al miedo. Y es que a Marlene también le han robado, pero a ella a punta de pistola y de camino a su trabajo en el slam. 

Marlene sigue yendo cada día a Kibera, sin miedo -o con temor disimulado- y con su inseparable sonrisa,  así que yo también. Este sábado hemos bailado, tocado tambores, cantado y reído guiados por Daniel, un músico local encantador experto en el trato con los niños y en tocar los timbales. Ahí he notado que sí que voy a llorar, pero va a ser cuando abandone Kibera y a los niños de los sábados, como a Ive.

Algo le pasa a Ive. Su sonrisa se ha muerto y mira al suelo constantemente. Estoy convencida de que le han hecho algo. No sé qué, ni quién, pero algo le ha pasado. Así que no he podido evitarlo: le he acariciado, dado besos, mimado y, con sólo esos gestos de cariño, Ive se ha pegado a mí como una lapa, agarrada a mi brazo todo el tiempo y allí donde estuviera siempre estaba buscándome.

En este día, mientras andaba trasteando con fuego para calentar los tambores -la tarea que me marcó Marlene-, llega ella diciendo con naturalidad que la policía acababa de matar a un ladrón. A este pobre desgraciado se le ocurrió robar, junto a un compinche, a un local en otra zona de Kibera. Pues no se pudo librar, porque la policía le siguió hasta la zona de la misión, le rodeo y le pegó cuatro tiros. Primero, uno en la pierna y, como no dejo de moverse y como tampoco soltaba la pistola que llevaba en la mano, siguieron los demás disparos hasta que murió. Según cuentan, si en vez de la policía, le atrapa un grupo de locales, su suerte y su vida hubiese terminado bajo un neumático de fuego. Y es que aquí al ladrón se le quema...La gracia es que no hay mayor ladrón en Kibera que los miembros de su Gobierno al completo, pero éstos en vez de neumáticos de fuego reciben mansiones. Para ser realista, la manera drástica que se tienen en Kenia de acabar con un ladrón, impacta, pero la verdad es que no se diferencia en mucho de España en la forma desequilibrada que tenemos de castigar a unos pobres desgraciados y de indultar a ricos miserables.¿No creen? 

Por hoy lo dejo aquí. Seguro, narraré más historias de nuestra vida en Kenia que se me quedan en el tintero. Julio también tiene mucho que contar, porque él ha sufrido-exprimido cosas que yo no he experimentado. Así que espero que, antes de que termine este viaje, se anime.

Hoy llevo 147 días en Kenia. Julio, 154 días.

Hoy un beso a Asha que me ha arrancado de Torchwood para meterme en las cosas que no conté de Kenia.

miércoles, 4 de abril de 2012

4 meses y 7 días en Kenia: la lluvia anuncia el otoño

Cuando llegué a Nairobi se estaba terminando el invierno y ahora, a un mes de irnos, comienza el otoño. La temperatura sigue cálida, pero la lluvia indica que cambia el tiempo. Hoy Julio le ha preguntado a un ascari- así se llaman los guardas de las casas- cuándo terminarán las lluvias, y el hombre con su inseparable sonrisa nos ha afirmado que hasta junio veremos el cielo llorando sin tregua.

La lluvia a Nairobi le sienta bien porque asienta la tierra y su verde está más vivo, además, el aire se respira limpio y fresco. Así que ni tan mal, por el momento, porque si vamos a vivir todo el mes que nos queda aquí de lluvias, seguramente terminaremos desesperados.

En fin. Sin avisar, con las primeras lluvias ha llegado el preludio de las despedidas. El lunes fue la primera, la de Cristina, la Enkerende. Se va a Alicante por un mes y cuando vuelva nosotros ya no estaremos aquí. Raúl y Cris vinieron de Masai Mara en sus típicas visitas relámpagos antes de seguir camino hacia España y en ese momento nos dimos cuenta de que ya no nos volveremos a ver. Se me ocurre difícil pensar que no me encontraré otra vez con alguien que ha sido tan importante para mí en Kenia. Nos hemos prometido un rencuentro, pero lo que no sabemos es dónde será. Por suerte, Raúl viene sobre el veinte de abril, así que con él si haremos un festejo de hasta luego. Ya está planeando llamar a los ‘safaris’ y montar algo en Mara. 

Les he hablado de Cristina unas cuantas veces: la Enkerende, la mujer que pisó Kenia en su viaje de novios y decidió que aquí iba a vivir, la organizadora invisible, mi especial hiena, una mujer con irónico humor, con un gran sentido de la hospitalidad, sin ñoñerías, con toques ácidos que agradeces, con un gusto impecable, elegante y moderado, con una bondad inteligente y, con todo eso, una mujer discreta. Esa es mi amiga Cristina, la Enkerende.

A ha estado en casa por dos semanas porque comienza el principio del fin del proyecto de Julio. Ella fue la segunda persona que conocí cuando llegué a Nairobi. En nuestro primer encuentro venía a elegir oficina y, en este otro, regresaba para inaugurarla. 

A le llevé a Kibera con Marlene. Fuimos por uno de los caminos metidos en el slam. Uno de esos que muestran el corazón de la barriada: pequeño, con las casas chatarras juntas, con un desaguadero abierto entre ellas, con gallinas por el medio, con basura por todos lados, con un olor profundo pero no agradable, y con los pequeños How are you?. Cuando llegamos a la Misión sin darme la vuelta le pregunté que qué le había parecido el paseo. No me respondió y cuando le miré, le vi llorando. Eso me hizo pensar: ¿Por qué yo no lloré cuando visité por primera vez Kibera? Hoy nos hemos despedido de A, pero sabemos que el adiós es cortito porque la veremos en Barcelona.  

Por el momento se pausan las despedidas, pero estas dos, sobre todo la de Cristina, suponen el preámbulo de lo que se avecina y, la verdad, aunque estamos cansados y añoramos muchísimo nuestras tierras y nuestras gentes, me estoy haciendo una idea de lo que supondrá. Y es que Kenia no está a la vuelta de la esquina y esta gente, nuestra gente de Kenia, se queda en la tierra roja.

Noto que me estoy luciendo de melancolía. En fin, para cambiar de tema les contaré que en estos días, tras mi suceso Nairrobi, se ha ido apaciguando el miedo con la compañía de ‘los safaris’. Y es que se están convirtiendo en nuestros amigos incondicionales que siempre cuentan con nosotros.

Naivasha con 'los safaris', para reconciliarme con Kenia

Al fin de semana siguiente del robo nos invitaron a ir con ellos a Naivasha para recogernos en una casa cerca del lago. Nos pasamos los dos días en un mini paraíso exclusivo para nosotros, comiendo, jugando a las cartas, al domino- por cierto, Tony y yo somos la pareja invencible- oyendo música y charlando. También hice un paseo a caballo con Julio y Asha, que prácticamente me obligó a ir y se lo agradezco porque me encantó volver a montar a caballo –no lo hacía desde la Universidad-, y visitamos las granjas de flores.


La casa de Naivasha supuso para mí una reconciliación con Kenia tras el robo. Es un lugar mágico creado por diversas generaciones de ingleses, cuyo aire familiar impregnaba cada rincón de un hogar que bien podría formar parte de alguna novela de Isabel Allende. Hasta tiene un libro en el que cuentan año tras año la vida de la casa y el devenir de la familia que creció en ella. El primer día que llegamos, Asha leía cómo se construyó mientras los demás andábamos repantigados en los antiguos sillones. Yo me acomodé en los bancos de la ventana que mostraban la imagen del Lago Naivasha.  

A la vuelta, tras hacer una visita a los rosados flamencos de Kenia, nos volvimos a topar con la otra moneda del país: los espectaculares accidentes de la carretera. La de Naivasha me da especial miedo, y más de noche, porque nunca sabes cuándo un coche va a ir directo hacia ti. Son dos carriles con dos direcciones y los keniatas sienten un especial cariño a adelantar sin saber cómo.


Con ‘los safaris’ vamos seguros y tranquilos porque el sentido común impera al volante, pero eso no impide que nos topemos de golpe con accidentes impresionantes como el que presenciamos en la vuelta hacia Nairobi.

En esta ocasión, el conductor de un autobús lleno de gente hizo un movimiento brusco sin sentido y sin riesgo de antemano que obligó el vuelo del vehículo hasta que cayó de un costado. Julio, Tony y Jony se bajaron de los coches y las mujeres nos quedamos dentro por si con el barullo nos mangaban las propiedades. 

Muchísima gente acudía al autobús y mientras unos ayudaban a la gente atrapada, otros les robaban las pertenencias. La verdad, el fotograma no es fácil de entender: un coche de policía se paró justo delante de nosotros, el conductor se bajó, no se movió del sitio y con la misma se fue dejándonos atónitos; el cobrador del autobús pedía ayuda a gritos reconociendo que el conductor estaba borracho y Jonny sacó a un niño por una ventana mientras se manchaba de sangre, algo que nos puso nerviosos a todos. El resto del trayecto lo hicimos más prudentes, si cabe, y con cierto sabor agridulce. Ahí volvió mi sensación de que vivir en Nairobi no es fácil, nada fácil. Cuando llego a esta conclusión enseguida me viene a la mente la vida de Asha y Tony, que llevan más de una década aquí.

Los días han pasado desde el fin de semana de Naivasha y nosotros, con la compañía y los planes de ‘los safaris’, seguimos disfrutando de lo bueno del país: gente interesante, muy interesante, bailes sensuales,  buen humor, sonrisas abiertas, historias emotivas, lazos de amistad, vivencias únicas y una gran y desbordante sensación de estar exprimiendo la vida. Eso es lo que tiene la intensidad: dos caras.

Me equivoqué en el otro post. En realidad llevó 4 meses y 7 días en Kenia. Julio, 4 meses y 14 días.

Hoy mi beso va para A y, por supuesto, para Cristina ‘La Enkerende’. Buen viaje y hasta pronto.